lunes, 12 de enero de 2015

De lágrimas a cañones.

"Una sonrisa amarga, una sonrisa de aquellos que les jode revivir ciertos recuerdos". 
Frase escogida por: Bel (@burninglow_).

Me siento en el primer banco verde que encuentro libre frente al mar mientras deshojo una margarita algo húmeda y comienzo a pensar sobre el pasado. Superar algo es relativo. Las cosas se superan, sí, pero ello no nos conduce directamente al olvido. Así somos los humanos: cabezotas, sentimentales y, si me permiten mencionarlo, un poco idiotas.
Y es que “la envidia es el deporte nacional en este puto mundo”. Lo cambia todo. Cambia a las personas, la forma de pensar que tienen estas, los objetivos que persiguen, sus ambiciones, sus relaciones personales, la manera de verse a sí mismos… Todo por un simple sentimiento dañino.
Y yo, pobre inocente, fui una víctima de ésta, viendo como destrozaba a una de las personas más importantes de mi vida.
Viendo como se centraba en opiniones de extraños a los que poco les importaba realmente, ignorando por completo los consejos y ayudas que le ofrecíamos las personas que le querían realmente. Y poco a poco, ver como los más cercanos a ti cambian tan drásticamente te hace replantearte si la que está mal eres tú, si la que necesita adaptarse eres tú. Cambias, te cambian, pero nunca eres suficiente. La envidia se transforma en odio reprimido, en ganas de hacer daño. Y tú tratas de que todo vuelva a ser como antes, pero hay que afrontar la realidad: las cosas nunca vuelven a ser como antes. Cambiando y volviéndote alguien que no eres, lo único que consigues es desagradar aún más a los que ya no te querían y comenzar a alejar a los pocos que seguían aceptando a tu propio “yo”. Se fueron, lo que es comprensible, no les culpo. Se cansaron y se fueron, dejándome aquí sola, sin saber que aquello me conduciría al vacío más hondo y solitario que podría haber sentido jamás. Empequeñeciéndome cada día más y más, perdiéndome a mí misma y buscando a alguien con quien no me identificaba para nada. Sentía que libraba una lucha entre mí misma y mi otro “yo”, que se trataba de una desconocida y superficial chica a la cual no reconocía para nada.
Pero ahora, sentada en este banco, con los pies apoyados en la fría barra de metal que aún está algo mojada por la lluvia de hace una hora, me he dado cuenta de que todo ese dolor no fue en vano.
Porque sí, pasé un infierno. Todos lo hacemos. Libramos nuestras propias batallas en silencio, tratando de pasar desapercibidos y de lograr salir del laberinto de dolor que nos engaña y nos humilla, riéndose de nosotros. Desgarrándonos por dentro, desnudándonos y haciéndonos sentirnos solos, a pesar de la cantidad determinada de gente que tengamos a nuestro alrededor.
Pero todo pasa. El dolor cesa, cada lágrima se convierte en una nueva lección, en una nueva forma de ver la vida, en escudos que nos protegen de futuras decepciones. Todas esas lágrimas que tanto detestábamos se convierten en un futuro soporte, nos hacen más fuertes y nos ayudan a avanzar poco a poco, hasta volver a encontrarnos, hasta prosperar, hasta volver a ser felices.
Porque la felicidad vuelve, como un boomerang cuyo trayecto ha durado más de lo que debería haberlo hecho.
Y ahora, en esta fría tarde de enero me doy cuenta de que, todo lo que me pareció la peor pérdida durante aquel momento se ha convertido en la suerte de mi vida.
Y veo a dos niños de unos cuatro o cinco años jugando delante de mí. Pequeños que se tiran mutuamente del pelo y se insultan para pedirse perdón a los cinco minutos y continuar riéndose.
Esbozo una sonrisa y pienso en cómo, por mucho que crezcamos, seguimos siendo como niños pequeños.
El tiempo varía, sí, pero el perdón llega —puede que más tarde que temprano—, y no siempre tiene que manifestarse. Simplemente, se sabe.
Pasan años y miras a esa persona que fue tanto y que ahora es tan poco, y le sonríes amargamente. No solo sonriéndole a ella, sino al pasado. A esos acontecimientos que te hicieron ser tal y como eres ahora.

Termino de deshojar mi margarita y me levanto, abandonando el frío y solitario banco que se asemeja ligeramente a cómo era yo hace unos meses. Esbozo una sonrisa al comprobar, antes de girarme y continuar el camino a casa, como los dos niños se abrazan de manera amigable.

Carmen Lovegood, @ItsMePato. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario