domingo, 11 de enero de 2015

Naufragio en el mar de tus ojos.


"Quisimos ser eternos cuando teníamos hasta las manecillas del reloj en nuestra contra."


Sus manos apenas se separaban. Habían ansiado tocarse durante toda la semana, y cuando por fin lo hicieron, no dudaron ni un segundo en fundirse, llenarse de caricias y compartir el frío de su piel.
Los dedos finos y delicados de ella, se entrelazaban con los de él, firmes y largos. Y mientras sus manos se encontraban, Nerea y Marcos no podían dejar de mirarse. Podrían haberse pasado horas fijando la vista en las pupilas del otro, hipnotizados por el color de su iris. A menudo, él miraba el reloj, deseando en su interior que el tiempo se hubiese parado quién sabe cómo. Dicen que cuando se es más feliz, el tiempo pasa volando. Marcos casi podía ver cómo el viento se llevaba las horas y los minutos por la ventana, y reprimía el impulso de correr tras él.
Él sujetaba con firmeza la mano de Nerea entre las suyas. Siempre que estaban juntos, temía que ella fuese a desvanecerse, a desaparecer, dejándolo solo en aquella cafetería olvidada del mundo, que parecía esperarlos cada domingo. El sol se colaba por la ventana, y los observaba también, celoso. Nerea hubiera jurado que el enorme astro dorado pensaba en la Luna en aquellos momentos.
A menudo, mientras buceaba en los ojos verdosos de Marcos, dejaba que sus pensamientos flotaran en su mente, mientras las olas de sentimientos los mecían como si fueran pequeños barcos de papel. Marcos casi podía oler el mar que Nerea tenía en su interior. En sus pupilas cristalinas, se reflejaba su corazón de sirena. Hubiera jurado que sus besos sabían a sal.
A veces, Marcos sentía que perdía a Nerea poco a poco. Con el tiempo, se dio cuenta de que Nerea no podía pertenecer nunca a nadie. Era un espíritu libre, tan libre como el mar, y muchas veces, parecía que no pertenecía al mundo de los mortales, que nada la unía a la realidad. Era entonces cuando Marcos la besaba, para convertirla en humana de nuevo, temiendo que fuese sólo un reflejo, un delirio de su imaginación de marinero.
Pasaban la tarde juntos, y el mundo se detenía para ellos. Soñaban con una vida que les sonreía, y sentían que rozaban la felicidad por unos instantes. La sentían en su pecho, latiendo a ritmos desconocidos. Se sabían sus cuerpos de memoria, sin mapa ni brújula. Conocían sus lugares preferidos, los más hermosos, los más escondidos. Y a veces, se adentraban a explorar sus rincones prohibidos, hasta acabar sin aliento, tumbados sobre la arena de la playa. Nerea buscaba la forma de las nubes, y Marcos veía en rostro de Nerea en cada una de ellas.

Fue una tarde de verano, cuando la niebla invadía el entramado de calles y las luces del atardecer se difuminaban en el cielo gris. Marcos lo supo en cuanto Nerea fijó sus ojos en los suyos. Supo que su sirena se iría, y no volvería jamás. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Quiso preguntarle mil cosas, hablarle, cantarle al oído. Quiso suplicarle que no se fuera. Pero sólo hubo silencio. Marcos sabía que era imposible retener su espíritu salvaje, su alma sobrenatural. Nerea acarició su mejilla con cariño, mientras él sólo la miraba. La miraba para no olvidar nunca su rostro de piel pálida y ojos claros, ni su melena rebelde, revuelta por el viento. La besó, pues no era suficiente recordar sus labios sólo con la mirada. Y aquel beso ya no sabía sal. Sabía a hojas secas, a recuerdos, a fotos en blanco y negro. Sabía a despedida.

Trece meses, y Marcos aún acudía a la cafetería de la esquina. Miraba ahora el reloj de pared. Ya sólo esperaba que el tiempo pasara, pues retroceder era imposible. El segundero se movía veloz, y el minutero danzaba elegante bajo la esfera transparente. Marcos pasaba las horas muertas mirando por la ventana. Desde allí se veía el viejo faro abandonado, que se alzaba hacia un cielo triste y nublado. Llovía. Pero no en la playa. Era Marcos quien llovía por dentro. Había aprendido a combatir esa cascada constante, a convivir con el frío que se colaba en su pecho en el momento más insospechado. A veces, sus ojos le engañaban, y creía ver a Nerea entre la multitud, en la barra de cada bar, tras las cortinas de su propio hogar. Escuchaba el rumor de las olas, y le parecía oír su risa. Acariciaba el agua salada, y le parecía tocar su pelo. Llegó a creer que Nerea se había hundido en el mar, y se había fundido en aquel espejismo acuoso para siempre.

En su corazón de marinero, ya no existía el mar. Tan sólo existía Nerea.











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