Un
joven muchacho, el que supuse que era bailarín, danzaba sobre una
vieja tarima. Sus puntas, viejas y estropeadas, se ajustaban
perfectamente a la elegante postura de sus pies, los cuales movía
con gran destreza. Si mirabas de cerca las puntas, podías notar cómo
estas resbalaban en ellos, ajustándose perfectamente a sus
movimientos y permitiéndole bailar de la manera que él quería. Los
lazos que las ceñían a sus pies ascendían por sus tobillos y con
cada movimiento se aflojaban de una forma casi imperceptible.
La
tarima temblaba y crujía cada vez que las puntas del muchacho
entraban en contacto con ella, en cada paso, en cada salto e incluso
cuando paraba a descansar. Era una tarima de bambú (o de algo
parecido a ello) que se encontraba dentro de una vieja casa de estilo
japonés, la cual había sido abandonada unos cuantos años atrás.
Sus endebles puertas correderas de papel de arroz vibraban con los
suspiros de nuestro artista y cuando este se dejaba caer al suelo
incluso parecían a punto de romperse. Supuse también que le gustaba
ir allí a bailar porque, si la casa estuviese viva, esta lo acogería
para dejarlo bailar libremente y sin críticos que le dijeran cómo
hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario