Atrapada. No había otra palabra
para explicar la sensación de opresión que sentía en el pecho; la misma
sensación que poco a poco se iba expandiendo a lo largo de mi cuerpo y me
provocaba náuseas al mirarme al espejo. El reflejo que me devolvía el cristal que
tenía delante de mí no correspondía con la persona que realmente era. Sentía
que todo era un sueño, una ilusión, que
esa pesadilla acabaría algún día.
Pocos entendían lo que me pasaba, y
ninguna de esas personas eran cercanas, ni se ofrecerían a tenderme su hombro
para llorar. No. Tampoco era culpa de ellos; no sabían de mi existencia.
Convencerme a mí misma de que todo
iba bien se estaba convirtiendo en un hábito que me ahogaba internamente, cada
día más. El único momento del día en el que me sentía cómoda era cuando
bailaba.
Horas y horas invertidas en esa
vieja clase de ballet medio rota y repleta de humedad, practicando una y otra
vez, sin cesar, los mismos pasos. Cuando por fin me salía, daba saltos de
alegría, e incluso una vez llegué a llorar de felicidad.
Pero todo terminó aquella tarde de
primavera. El verano estaba cada vez más cerca, más de lo que parecía, a todos
nos había pillado por sorpresa ese repentino calor.
Yo estaba practicando uno de los
movimientos más complicados que había intentado hasta el momento. Sabía que
estaba a punto de lograrlo; tan sólo necesitaba que los pasos fueran más
firmes, más precisos.
Fue entonces cuando la puerta,
inusualmente, se abrió de par en par, mostrándome la cara de mi padre, seguido
por unos clientes, supuse, a los que iba a enseñar el local. El resto son tan
sólo recuerdos borrosos, pero no he olvidado la desfiguración repentina que se
le produjo a mi padre en la cara. Ni cómo echó a los clientes como a agua sucia
para, seguidamente, darme una paliza. Llegó un momento en el que los golpes
dejaron de doler, la sangre continuaba corriendo, y me centraba en ella para no
desfallecer. “Observa como se mueve, de un lado a otro” me decía a mí misma constantemente.
Lo último que alcancé a escuchar de
la boca de mi padre fueron las agrias palabras que, desde ese día, me ha
repetido una y otra vez:
—Eres una vergüenza para esta
familia, Marc.
No lo entiende, tampoco le culpo.
Es complejo. Me llama gay, maricón, niñita y muchos más términos despectivos
atribuyéndome una homosexualidad que no es cierta. No soy homosexual. Me gustan
los chicos, es cierto, pero yo no soy uno de ellos. Soy mujer, siempre lo he
sido. Me gustaría transmitirle a mi padre la sensación de estar atrapado en un
cuerpo que no es el tuyo, la sensación de estar incómoda las veinticuatro horas
del día, día tras día, mes tras mes… Y así durante diecisiete años de mi vida.
Me gustaría poder hacerle entenderlo, pero no le culpo por ello. Yo misma estoy
tratando de comprender por qué tengo que estar condenada a vivir en esta cárcel
corpórea.
Las cosas están cambiando. Mamá ha
vuelto, después de diez años. Ha vuelto por mí. Hemos estado hablando. Ella
tampoco lo entiende, pero me apoya. Ha dicho que me ayudará a ahorrar para la
operación. Papá ha desaparecido de mi vida. Convencí a mamá para que no le
denunciase por violencia doméstica, pero aún así ella me obligó a mudarme a su
casa del sur.
Todo va mejorando, y la incomodidad
desciende por días. La operación tuvo lugar un martes por la mañana. Fue duro y
bastante extraño encontrarme a mí misma por fin en el cuerpo que tantos años llevaba
esperando, pero ya no sentía que las cosas estaban mal; al contrario, todo iba
al ritmo que debía. Todo ocurría como debía ocurrir. Yo era yo, por fin.
Comencé la universidad y conocí a
un chico. Ahora estamos… juntos. Me costó mucho contarle mi historia (nadie la
sabía). Después de dos años a su lado, me animé. Vamos a casarnos.
Sí, soy una mujer.
Carmen Lovegood (@ItsMePato).
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