Entré
a aquel oscuro establecimiento, más cansada que de costumbre. Era
otro viernes cualquiera. Justo al abrir la puerta, la luz del
atardecer iluminó las escasas motas de polvo que se alojaban ante
ella. El bar estaba casi vacío. Observé las mesas que se
dispersaban por el espacio y decidí no ocupar ninguna. Me senté en
la barra y pedí una botella de ron. La abrí y me encendí un
cigarrillo, al que le di un par de caladas antes de ser interrumpida
por la presencia de un chico desconocido en el taburete de al lado.
Era un muchacho joven, pero su pelo enmarañado y sus ojeras le
hacían tener un aspecto cansado. Pidió una botella de tequila y
simplemente la inclinó sobre sus labios. Observé su nuez de Adán
moverse al tragar la bebida. Segundos más tarde puso la botella
sobre la barra, pero no la soltó al instante. Noté como los
músculos de su mano y su mandíbula se tensaban ante el efecto del
alcohol, y con un suspiro soltó la botella y se llevó las manos a
la sien. De repente giró su cabeza hacia mí y una sonrisa triste
apareció en sus labios.
- Pelirroja,
jamás te había visto por aquí. ¿Qué te ha pasado para tener que
dejarte caer en este antro? - Me preguntó.
- ¿Y
a ti? - Respondí yo de manera desganada, encendiendo otro
cigarrillo.
Su
sonrisa desapareció, me arrebató el cigarrillo de los labios y lo
colocó entre los suyo.
- Este
sitio parece hecho para gente como yo. La vida no me ha sonreído
nunca, – dio una calada al cigarrillo y soltó una carcajada llena
de tristeza. - así que vengo aquí para, simplemente, olvidarme de
todo eso. Ahora, ¿me vas a contar qué es lo que te ha pasado?
Su
respuesta me sorprendió bastante. Parecía un hombre pesimista y
solitario. Sus facciones marcadas y sus anchos hombros le daban un
aspecto fuerte, pero aquella noche se dejó ver débil y derrotado,
lo que me transmitió una extraña confianza.
- ¿Por
qué vine aquí? Bien... digamos que esta noche necesitaba ahogar
las penas en alcohol barato.
Él
se empezó a reír, esta vez divertido. No sabía el motivo de su
risa, pero la curva de sus gruesos labios, sus azulísimos ojos casi
cerrados y la melodía de su ronca voz me obligó a reír con él.
Tras unas horas y unas cuantas copas de más, él me tomó de la mano y me pidió seguirle al exterior de aquel lugar. Fuera estaba lloviendo. Nos alejamos de allí y, para mi sorpresa, el soltó mi mano y empezó a cantar y bailar bajo la lluvia. Me tendió la mano, invitándome a bailar con él. Yo la cogí, me enrollé en su brazo y rodeé su cuello con los míos. Ante ese gesto se paralizó durante unos segundos, pero más tarde colocó sus manos en mi cintura y siguió mis torpes pasos de baile, elevando su barbilla y gritándole al cielo, pareciendo así la persona más feliz del mundo, y yo sonreí ante ese gesto.
Bailamos juntos toda la noche, si importarnos que nuestra ropa estuviera empapada o que sólo nos conocíamos desde hacía unas horas.
Simplemente estuvimos allí, bailando abrazados, dejándonos llevar.
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