domingo, 1 de marzo de 2015

The show must go on.


Coloqué el meñique y el índice sobre ambas teclas, que llevaban un rato desafiándome de manera silenciosa. Los acordes recorrían mi mente de arriba abajo, llenándola por completo y guiándome como habían hecho siempre; la melodía, al mismo tiempo, se enlazaba consigo misma en mi cabeza, construyendo armonías de Debussy y Chopin, entre muchas otras.
Pero el espacio que ocupaba todo ello se limitaba considerablemente, dejando libre una gran parte de mi imaginación que, ignorando deliberadamente a mis instintos musicales, vagaba libre por el pasado, una vez más.
En la partitura había figuras musicales y acordes por doquier, pero todo ello se transformaba en recuerdos cuando trataba de comenzar con la práctica diaria.
Pensaba en la primera vez que rozó mi mano, acercándose poco a poco, tan cuidadoso como siempre, y sonrojándose ligeramente cuando le miré de manera directa y profunda a los ojos, mostrando así la ausencia de vergüenza en mí misma. Desde esos pocos pero largos segundos, supe que había encontrado la pieza que encajaría el puzle de mi interior.
Pensaba en el transcurso de los años, siempre a su lado, en esa pequeña aula de música. En las sonrisas discretas y los secretos entre pasillos. En las primeras proposiciones, encuentros, confesiones. En como, poco a poco, nos fuimos enamorando, siendo demasiado jóvenes para darnos cuenta y demasiado tontos para que nos importase las consecuencias que ello podía conllevar.
Y ahora, haciendo uso del egoísmo que nunca antes había sido una de mis emociones predominantes, desearía no haberle conocido. La grandeza que sentía a su lado no es comparable a absolutamente nada que pueda describirse con palabras.
Pensaba en aquella tarde de noviembre, bajo la luz de las farolas y el tímido canto de los pájaros del parque. En él, sudando y limpiándose las manos y en los pantalones antes de sacar la pequeña cajita que contendría el símbolo que nos enlazaría para siempre .
Pensaba en el arroz cayendo sobre nosotros cual lluvia inesperada al salir de la Iglesia, agarrados de la mano y persiguiendo un futuro, siempre juntos.
Pensaba en nuestras primeras palabras que acababan en besos, esos besos en los que nuestros dientes chocaban y nuestras sonrisas abundaban.
Pensaba en la primera vez que le vi entrar por la puerta con el piano de cola más bonito que había visto en mi vida.
En las excursiones al monte con nuestra cestita de picnic, las carreras repentinas en medio de la calle, las discusiones sobre cual de los dos se había terminado los cuadraditos de chocolate de la nevera.
Estiré los dedos de nuevo, posicionándolos en las teclas que tan familiares me resultaban, pero el sonido era inexistente. No tenía fuerza mental ni física para continuar con una rutina en la que él ya no estaba.
Pensaba en como comenzó a debilitarse poco a poco, en como comencé a ganar las carreras callejeras, en como ya no tenía ganas de comer prácticamente nada. En cómo casi me suplicaba que le tocase una pieza cada noche, antes de dormir.
Pensaba en la primera vez que me atreví a rebuscar en sus cajones, en la cara de estupefacción que se me tuvo que haber quedado cuando leí el informe médico que encontré bajo revistas viejas y aerosoles.
Pensaba en su mano, fría y cálida al mismo tiempo, aferrándose a la mía hasta sus últimos segundos. Y en sus ojos, verdes como el césped recién cortado sobre el que nos contábamos nuestros secretos más íntimos a la luz de las estrellas, cerrándose poco a poco y quitándome pedacitos de él.
Pensaba en el uniforme sonido de la máquina que estaba junto a su camilla, en su última mirada y en como me apretó la mano con fuerza antes de que acabase todo.
Entonces, abrí los ojos. Y mis dedos se accionaron como por arte de magia. Comencé a deslizarme por todas y cada una de las teclas poco a poco, y cada vez más rápido, pasando al mismo tiempo las páginas de la partitura que se encontraba frente a mí.
Al terminar, observé los cuadros que colgaban sobre el piano. Allí estaba él, sonriéndome de manera indescifrable, como siempre.

—El espectáculo debe continuar —dije, antes de levantarme y avanzar por el pasillo dejando atrás al piano de cola y un cúmulo de recuerdos que ya tenían hueco en mi interior.

Carmen Lovegood, @ItsMePato. 

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