Era de la noche, no recuerdo bien la hora pero ya estaba bien
entrada la madrugada. No hacía frío a pesar de ser finales de
febrero, o al menos yo no tenía frío. Estaba tirada en el suelo,
juegueteando con los cordones de mis viejas botas negras. Sonaba algo
de los Sex Pistols de fondo y la gente a mi alrededor bailaba y
gritaba, todos ellos borrachos como cubas. Hacía pocos minutos yo
había sido una de ellos, pero estaba algo cansada, así que
simplemente me recosté sobre una pared llena de pintadas que estaba
alejada. De repente, vi como alguien venía en mi dirección. No le
podía ver bien la cara, no sé si era producto del alcohol o de la
oscuridad de aquel callejón. Se acercó unos metros más. Se recostó
allí, a mi lado, con su camiseta de Nirvana y su sonrisa torcida,
heroína en vena y vodka en mano. Giró su cabeza hacia mí, me miró
y me ofreció un trago. Acepté sin mirarle e incliné la botella
sobre mis labios. Cuando se la devolví me tomé unos segundos para
observarlo mejor. Verdaderamente parecía sacado de mitad de un
concierto de grunge. Él, sin mirarme y centrándose en el cigarrillo
que acaba de encender, intentó agarrar la botella sin éxito. Con
algo parecido a un gruñido, giró la cabeza y fijó sus azulísimos
e hinchados ojos en mí, analizándome. Para finalizar, estos se
posaron los míos. Con aquella mirada lo supe todo: la muerte acababa
de mirarme directamente a los ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario