Mila
sabía que él la observaba.
Le
había sido imposible ignorar su ensortijada melena anaranjada, sus
ojos grandes y verde siguiendo sus movimientos.
A
Mila no le gustaba que la observasen, pero aquellos ojos no mostraban
malicia, sino curiosidad y admiración, por lo que no le importaba
que él lo hiciera.
Notaba
como él se volvía cada vez que ella pasaba cerca, como observaba
cauteloso cada uno de sus gestos.
Parecía
ser que era el único que había notado su presencia.
Sin
querer, a lo largo del tiempo, le había cogido cariño a esa mirada
inocente, a esa mirada de niño.
¿Cómo
era posible que la mirada de un chico de 17 años mostrara tanta
ternura e ilusión?
Le
había cogido cariño a aquella mirada que, sin haber hablado alguna
vez con su dueño, conocía como si la hubiese estado viendo toda su
vida.
Sabía
cuando esa mirada escondía felicidad, sabía cuando escondía
tristeza.
Y
también sabía cuanto se alegraba de verla a ella dibujar en el aire
y sonreír.
Por
eso ella siempre lo hacía.
Porque,
sin querer, aquellos ojos verdes se habían convertido en los únicos
amigos que tenía en aquel caos llamado vida.
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